2 de marzo de 2014

Alimentarse de amor

Ayer he ido a conocer unas personas maravillosas, de esas que abrazan con intensidad y permanecen en el vínculo más de lo políticamente correcto 
Mari y Azucena promueven las huertas orgánicas y la recuperación de las semillas locales. La vida hizo que nos encontráramos en una curva del camino y agradezco cada minuto por ello. 

Llovía y hacía frío aunque es verano, pero las ganas que tenía de estar allí desvanecían el clima y lo tornaban hermoso: lluvia que hace brotar la vida del suelo, que lava los cielos y nos nutre. El exceso de agua, dijo Azucena, había saturado los tomates y fuimos a la huerta a cosecharlos. Los había de diferentes variedades, tamaños, formas y colores. Asociados con albahacas y pimientos, el almuerzo estaba allí entre las hileras, no hacía falta ningún aparato, simplemente estirar la mano y sentir la caricia fresca de la fruta turgente. 
Me llené del mejor alimento que existe: el amor que Mari y su familia le ponen cada día a su huerta se saborea dentro de sus frutas y verduras. Allí, en un recodo del camino en Tunuyán, acuclillada con los pies en el barro, me sentí una privilegiada.

Esta es la reflexión que me queda: ¿por qué comer así debe sentirse como un privilegio? El mundo está sin dudas patas arriba si esta conexión intrínseca de los humanos con la tierra resulta una rareza. ¿Por qué nos dejamos llevar sin sueños y sin energías por las rutas comerciales, tomando paquetes entre góndolas del supermercado, en vez de tomates entre las hileras perfumadas de la huerta? Tal vez no podamos erradicar la ganadería de un plumazo, pero podemos comenzar a crecer nuestra propia vida desde lo cotidiano, con unas macetas en las ventanas o con una terraza sembrada. Tenemos que reaprender a meter las manos en la tierra y llenarla de amor. Porque ese amor vuelve en sus frutos. Porque pese a todo, la tierra nos sigue amando y las oportunidades de ese vínculo siguen vibrando. Como esos abrazos de Mari y Azucena.
 

 

 


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